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Un objeto de valor incalculable

Fotografías, obras de arte, muebles modernos en armonía con otros más clásicos, mecedoras de antaño en compañía de elegantes butacas de líneas rectas, un chifonier de castigados cajones hace pareja con otro que envejeció a propósito de la moda. Y en cada pieza un pasado, un profundo valor sentimental…

Cuando era niña me gustaba observar las fachadas de las casas mientras imaginaba todas las historias que podrían existir tras esas paredes. Si estaría en lo cierto, o no, nunca lo sabría, pero me conformaba con saber que allí, en el interior de cada hogar, la vida crepitaba en todo su esplendor. Incluso cuando la luz se apagara, o se marcharan sus habitantes, esos infranqueables muros seguirían respirando, custodiando recuerdos y maravillosas anécdotas.

Mi visión romántica del hogar, me hacía pensar que aun cuando sus inquilinos no estaban en el interior, todo lo que en él quedaba: sus muebles, sus objetos personales de mayor o menor valor, cada detalle meticulosamente emplazado en un lugar…compartían sus vivencias, y lo cierto es que todos tenían algo que contar. El mueble principal, aquel que presidía galantemente el comedor, había sido tallado a medida y con mucho amor por un maestro carpintero; las mesitas, también de una cálida madera, habían viajado desde muy lejos en compañía de sus propietarios, quienes al verlas no pudieron mas que sucumbir a sus encantos; la mesa, sede central de las mejores y más entrañables comidas familiares, era herencia de los bisabuelos, que tanto la habían cuidado y amado por lo que en ella habían vivido. La vieja radio, aunque hacía tiempo que había dejado de cantar, confería con su presencia aún más personalidad a la estancia. Cada cuadro, cada fotografía, cada jarrón…atesoraban en su recuerdo una historia. Como la del imponente reloj de cuerda de la entrada, cuyas manecillas llevaban siglos marcando puntualmente la hora, y nunca, ni un solo día, se había cansado de regalar su tiempo a los que con tanto afán lo habían protegido.

Todos ellos, aunque sabían ser comedidos en presencia de las personas, aprovechaban la más mínima ocasión para hablar de sus muchas anécdotas. Ellos, algunos más veteranos, otros menos, sabían que estaban allí por una preciosa razón: Crear hogar. Al principio dudaron de si serían capaces (todos sabemos que los comienzos siempre son duros), pero cuando la llegada de sus dueños siempre venía precedida de un “como en casa, en ningún sitio”, ellos suspiraban aliviados, pues intuían que habían cumplido satisfactoriamente su propósito.

Hoy, sentada en una de las sillas que antaño fue de mi abuela, ya no me siento tan triste al pensar en el día que ya no estemos, pues parte de nuestra esencia se quedará para siempre en cada rincón de nuestro hogar, el lugar en el que tan felices fuimos.

He aquí una buena recopilación de maravillosas historias, las de ellas, nuestras reliquias familiares. Espero que os gusten…

Madera que se pudre, metal que se oxida. Ya no huele a café en mi interior. Ya nadie gira la palanca y se asombra al ver “cómo se hace la magia”. A veces me preocupa, me preocupa ver que pasan a mi lado, y ni se dan cuenta de que estoy ahí, ni se acuerdan de que existo. Siempre con prisas: “¡Corre, que se nos hace tarde!”, “Acábate la leche rápido”, “¡Corre que no llegamos al partido!”…

Ya no disfrutan de todo lo que hace bonita la vida. Pero antes no era así. María, María sí que se preocupaba por lo que realmente importaba. La vida se lo había enseñado, no por las buenas, pero le enseñó. Y ella aprendió a ser feliz con lo que tenía.

 Ella nació huérfana. ¿Trágico verdad? Pues bueno, en el orfanato conoció a una niña de su misma edad que tampoco había conocido a sus padres. Se llamaba Teresa. Un día, una mujer entró en sus habitaciones. Tenían que recoger sus cosas. Las habían adoptado, a las dos juntas. Desde aquel momento, serían como hermanas de sangre, inseparables. Crecieron junto a su nueva familia, y cuando ya habían pasado la adolescencia, María conoció a Antonio, un chico joven que siguiendo la tradición de su familia, iba a Gandía todos los años a helar. Hablaron, se hicieron amigos y se gustaron mucho. Pero el verano se iba, y con él, Antonio, quien tenía que volver a Ibi. Así que decidieron irse a Ibi los dos juntos, pero eso implicaba que María tenía que separarse de su querida ciudad de puerto y de su familia.

A Teresa le entristecía muchísimo, pues durante varios años fue la única persona a la que pudo llamar familia. Pero no podía impedirle disfrutar a su hermana del sencillo placer del amor. Así que cuando María tuvo que partir, Teresa le dio el molinillo de café que tanto apasionaba a ambas (o sea, yo). Sería un recuerdo de que en Gandía siempre tendría un hogar y una familia.

Ya en Ibi, todos los días, preparaba una bandeja, y en ella disponía, granos de café, una taza, una cuchara, y, por supuesto, yo. Se sentaba frente a una ventana y pensaba en Gandía, sus padres y Teresa. Abría la tapa, echaba los granos de café, y olía. Le encantaban los aromas exóticos del café. Giraba la palanca y se hacía la magia. Todos los días igual. Pasó el tiempo y ella seguía preparándose el café conmigo, e iba cada vez que podía a Gandía.

Después de un tiempo tuvo una hija, después otra y luego otra. Cada vez era más fácil ir a Gandía gracias a los avances en los medios de transporte, y cada vez que iba, llevaba a sus hijas con ella. Pero la última, Antonia, era diferente, no hacía preguntas simples ni asentía con la cabeza. Le apasionaba Gandía. Le apasionaba el puerto, el mar, las estrechas calles y las más anchas. Le encantaba el olor de Gandía, y toda la gente que acudía allí a helar en verano.

Las tres hijas se llevaban bien con Teresa. Pero Teresa tenía un especial cariño por Antonia, la veía tan igual a María de pequeña…

Un día María enfermó, ya era bastante mayor para aquella época. A pesar de estar en la cama y casi sin fuerzas, todos los días llamaba a Antonia para que fuera a su casa y le preparara su bandeja. Cuando María vio que ya no aguantaría mucho más, le dio a Antonia su molinillo (yo), para que recordara siempre sus raíces, de dónde venía para poder saber hacia dónde ir. Antonia aceptó el regalo abrumada, pues yo era prácticamente el bien más preciado sentimentalmente para su madre, y a pesar de que había dos hermanas por delante de ella, se lo dio a ella.

María falleció al poco, y Antonia formó una familia, se casó y tuvo dos hijas. Antonia me cuidó, no como María, pero de vez en cuando preparaba café conmigo y cuando iba a Gandía, me llevaba consigo. Pero conforme fueron pasando los años, y Antonia se hacía cada vez más mayor, yo iba acumulando más polvo.

Hasta que se puso enferma y en el hospital le dijo a su hija pequeña Marian, que, por favor, le trajera el molinillo para poderlo ver una vez más, y así lo hizo. Cuando me tenía entre sus manos, se acordaba siempre de su madre;  y como quería que le pasara eso mismo a su hija, me entregó a Marian.

Marian me cogió con cuidado y una vez en su casa, me colocó sobre un armario en la cocina. Y así es como llegamos prácticamente a hoy en día. Sigo aquí, esperando,  esperando y esperando a que alguien se acuerde de mí, y rememore a sus madres y sus abuelas, pero supongo que a eso me limitaré, a estar inmóvil, a oxidarme. A contemplar cómo la gente corre por la vida sin pararse a pensar ni un segundo.

Supongo que en un futuro me perderé, o la gente ya ni se acordará de para qué sirvo, (entre las máquinas y George Clooney, ya no tengo trabajo, ya no me necesitan).

Algún día ya nadie sabrá quienes fueron las personas que me tuvieron tanto cariño, pero en eso consiste la vida ¿no? Nacer, vivir como puedas y morir. Por lo menos yo también tengo una historia que contar detrás, no sólo he servido en este mundo para hacer café, yo ya he construido mi pequeño mundo, mi vida. ¿Y tú?, ¿tienes una historia que contar?

Aitana Palao Peydró, 3ºESO B

Hola, puesto que hoy se trata de reliquias familiares creo que es el turno  de contar mi historia.

Mi vida empieza en una joyería allá por el año 2000, aunque llevaba mucho más tiempo en el escaparate rodeado de más anillos mucho más lujosos y glamurosos que yo.

Un día de lluvia entró por la puerta una mujer muy guapa de unos 48 años preguntando por un buen regalo para esta Navidad, en ese momento el dependiente me señaló y pensé que sería la hora de irme de ese lugar, al que desde mi nacimiento había llamado casa, pero eligieron a otro compañero mucho más bonito que yo. Pasaron los días y recordaba las palabras y la imagen de esa mujer, hasta que un día, afortunadamente, la volví a ver y  descubrí que su nombre era Eladia, si no recuerdo mal sus palabras al entrar fueron: “Lo siento, pero he cambiado de opinión” y me llevó con ella. Unas semanas más tarde me veía envuelto dentro de una caja bastante cómoda (en la que sin duda no me hubiese importado quedarme esperando a que la noche del 5 de enero me abriesen). Llegó la esperada noche y vi a una mujer que parecía mucho más mayor que la que me sacó de la joyería, había mucho alboroto en el salón pero una conversación que recuerdo muy bien fue la de ellas- ¿Qué me dice suegra?, ¿le gusta el anillo?- ella contestó con una gran sonrisa seguida de un fuerte y duradero abrazo. Hacía tiempo que no me trataban con tanto mimo y cariño, pero no por lo bonito o feo que fuese, sino por lo que significaba entre ellas, era tan feliz en la mano de Carmen… 

Pasaron los años para mí y para mi dueña, tantos, que ella se tuvo que despedir de este mundo. A partir de ese acontecimiento estuve una temporada muy pequeña con Eladia, ya que ella también cayó enferma. Durante esa estancia conocí a una criatura recién nacida cuyo nombre era Nerea, y era la primogénita de Carmen (quien llevaba el nombre de su abuela en honor a ella) la única hija de Eladia.

Hubieron muchas disputas por saber quién se quedaría conmigo y terminó siendo la tercera de los hijos de Carmen, Emilia. Ella también sentía mucho aprecio por lo que significaba yo para todas ellas y pensando que sería lo mejor me devolvió a quien  pertenecía, a Carmen, la cual se  había quedado sin madre y sin abuela en tiempo récord.

Ahora sigue agradecida por el acto de su tía Emilia y he conocido a dos bonitas criaturas más, se llaman Alicia y Lucía y son dos traviesas ricuras, pero sólo una de las tres será mi futura dueña. Después de que su madre les contase mi historia, ahora las tres tienen pequeñas riñas en forma de juego, por saber cuál de las tres seguirá velando por mí.

Nerea Giner Aguado, 3ºESO B

Nadie se acuerda de mi historia, sólo ella, la única persona a la que he importado. Corría el año 1949, era invierno y hacía frío, las familias se unían en sus respectivas casas, reían y celebraban el día más esperado por los más pequeños, la navidad. Yo, en cambio, allí estaba, encogida de frío en aquel indiferente estante de madera en compañía de mis otros iguales.

Oíamos el constante tintineo de la puerta al abrirse, el cual anunciaba la llegada de nuevos clientes. Miles de caras desconocidas pasaban por delante de nosotros todos los días, de todas las edades, formas y colores. No entendíamos la manera tan peculiar que tenían los humanos de elegir un juguete entre los miles de iguales. Unos tenían más suerte, otros, como era mi caso, permanecíamos años ocultos en las polvorientas repisas de aquella vieja tienda.

Aquel día, ya a punto de cerrar la tienda, entró una pequeña niña de no más de 6 años acompañada de su madre, nada más entrar la pequeña iluminó la tienda de energía con una simple sonrisa cargada de alegría y deseo. Parecía decidida a encontrar aquello que buscaba, pero despertando miles de dudas en mi pequeña cabeza de porcelana se dirigió directamente a mi estante, al llegar a éste alargó lo más que pudo su pequeño bracito hasta que por fin consiguió atraerme hacia ella. Nunca olvidaré la cara de felicidad reflejada en el rostro de la chiquilla.

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Mi sorpresa fue mayor al ver que me llevaba hacia su hogar, pero…había algo que fallaba, no me liberaba de aquella caja infernal, sólo me miraba con deseo y admiración. Y así fueron transcurriendo los días, hasta que uno de ellos me rescató al fin del olvido. Al principio se limitó a mirarme, y no a jugar como los demás hacían. Pero ahora lo entiendo, y es que aquella niña, que ya no es tan niña, no estaba dispuesta a herirme y perderme para siempre.

A día de hoy vuelvo a estar en un estante, pero éste ya no está frío, sino que es reconfortante, pertenece a mi hogar y espero que siempre lo sea.

Silvia Casanova Llinares, 3ºESO C

Cada vez que iba a su casa, ahí estaba él, sentado en su sillón esperando a que yo llegara y poder abrir el maravilloso libro que guardaba siempre con sumo cuidado para que no se estropeara y siempre estuviera intacto.

Mi abuelo se había enseñado el abecedario con ese ejemplar, aprendió  cómo rotular cada una de las veintisiete letras del abecedario para grabarlas en su mente y poder recordarlas, y lo mismo pasó con todos sus nietos. Yo pude conocer las letras con ese libro, por eso le tengo tan gran afecto, al igual que mi hermano y  mis primas. Cada vez que lo abro y leo las páginas recuerdo aquellas tardes sentada en su regazo repitiendo al unísono cada una de las letras del abecedario.

Él fue quien me enseñó valores y normas, él fue quien me enseñó a contar y a recitar el abecedario, y este libro representa estos valores y conocimientos que junto a él llegué a conocer. Mi abuelo siempre deseó que el libro estuviera como el primer día, pero esto es imposible ya que ha  sido abierto y cerrado tantas veces que era imposible pensar que no se fuera estropeando con el tiempo. A mí, sin embargo, me gusta que esté así porque simboliza todo el tiempo que ha pasado, simboliza la cantidad de horas que hemos pasado leyendo sus páginas y aprendiendo, tampoco quiero que se rompa y no se le pueda dar más uso, pero me encanta abrirlo y ver sus hojas arrugadas y desgastadas, el lomo rayado y el lateral con las páginas poco a poco despegadas. Miras el libro y piensas que es un simple libro antiguo, pero cada vez que imagino las risas a su lado me doy cuenta de que no es un  ejemplar cualquiera, éste representa la unión con nuestro abuelo. Para mí es único, con sus arañazos, sus hojas rotas y sus pequeñas escrituras.

Me encanta girar el libro y ver cómo en la parte de atrás mi abuelo escribió “Nereida, Lucía, Isidro, Adriana, todos han estudiado en este libro” es tan especial leerlo, porque me acuerdo de cada uno de los momentos que fueron y serán únicos.        

Siempre recordaré aquellas tardes con gran estima, siempre que escriba o lea me acordaré de mi abuelo, porque gracias a él puedo leer, memorizar, hablar. Gracias a él soy la persona que soy.

Lucía Tárraga Romero, 3ºESO C

Esta es la historia de un reloj familiar que tiene más de 90 años de antigüedad. Este reloj fue pasando de generación en generación, de mi bisabuelo a mi abuelo, de mi abuelo a mi padre y él me lo pasará a mí algún día.

Este reloj lo compró mi bisabuelo antes de casarse. Cuando nació su hijo, es decir, mi abuelo, éste tuvo que irse a la Guerra Civil Española, de la cual ya nunca volvió. Desapareció en la batalla del Ebro y ya no se supo más de él.

Cuando mi abuelo creció, su madre se lo dio a él, para que tuviera un recuerdo de su padre. Y cuando mi abuelo murió, mi abuela se lo entregó a mi padre.

El reloj es de plata, de marca Hispania y es muy antiguo. Tiene forma circular, la esfera es de nácar, en la parte de arriba hay un botón para darle cuerda y se puede colgar de los tirantes, para sujetarlo. En la parte de atrás tiene grabadas las iniciales de su nombre “V” de Vicente y “P” de Prats.

Mi padre lo tiene guardado como “oro en paño”, porque tiene un gran valor sentimental para él. Cuando yo sea más mayor me lo dará a mí.

Aitana Prats Parra, 3ºESO B

Uno de los objetos más queridos para mi familia es una cruz en la que aparece Jesús y a sus pies una calavera. Esta cruz tiene un gran valor, debido a que era de mi bisabuelo Pepe León. Dicho obsequio se lo dieron cuando estuvo encarcelado durante un periodo de la dictadura franquista. Al morir mi bisabuelo pasó a mi abuelo Joaquín. Ésta tenía un valor enorme para mi abuelo. Yo me acuerdo de vérsela encima cuando sufrió el ictus. Para él fue un golpe tremendo, pero estaba convencido de que esa cruz le protegería todos los días.

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Mi abuelo falleció en junio de este 2016 después de dos años de enfermedad. Mi abuela me dio entonces la cruz porque quería que me protegiese, y desde ese momento la llevo en las situaciones más difíciles. Yo he visto la fe que tenía mi abuelo en ese crucifijo y me siento orgulloso de tenerlo ahora yo. Eso incrementa el valor que tiene para mí. Por eso es uno de los objetos más queridos y valorados por mi familia.

Pepe Fernández León, 3ºESO C

En muchas familias tienen un objeto que para ellas es muy especial, casi sagrado. Y la mía no iba a ser menos. Hace muchos años, cuando mi tatarabuela era joven, quería decorar su casa, pero no sabía cómo hacerlo, hasta que se le ocurrió comprar una colección de tazas de té. Eran unas cuarenta tazas en total. Lo curioso es que hasta ahora nunca las hemos gastado para beber té.

Estas tazas de té son muy importantes para nosotros porque han perdurando en nuestra familia, se podría decir que durante siglos, y siguen estando en muy buen estado.

Pasaron de mi tatarabuela a mi bisabuela y de ésta a mi abuela y así seguramente seguirán pasando de generación en generación en nuestra familia durante mucho tiempo más.

Cuando me acerco para intentar coger alguna, o al menos intentar tocarla, me lo impiden. Lo que más me gusta de esas tazas de té es que nunca se han descolorido por el Sol, ni siquiera han sufrido ningún rasguño.

En conclusión, yo deseo y confío que estas tazas de té perduren en nuestra familia durante mucho tiempo.

Álvaro Guillem Fernández, 3ºESO A

Hace ya más de noventa años de aquel momento, a partir del cual pude presenciar toda una vida cargada de felicidad, tristeza, amor, nostalgia y momentos inolvidables. Todo comenzó un día frío y lluvioso del año 1925.

Ya hacía un mes que estaba allí y la verdad es que no había cambiado mucho, misma tienda, misma calle, misma vistas, pero debo reconocer que hubo un cambio muy significativo. La gente vestía abrigos de piel, largas bufandas y sombreros, al contrario que en el mes anterior. Un día el jefe me presentó a una señora muy alegre y humilde que hablaba en un idioma que nunca había oído, ella estaba buscando algo que le sirviera para el invierno y el jefe me eligió a mí. Al llegar a su casa conocí a Pepito, un niño sonrosado y pequeño que no hacía más que llorar. Cada mañana salíamos a pasear los tres juntos, hasta que un día me metieron en una especie de baúl en el que estuve una semana encerrada y donde sólo oía el sonido de las olas del mar.

Pasados esos días llegamos a un pueblo no muy grande donde los habitantes hablaban dos idiomas diferentes, unos hablaban de un modo y otros de una forma distinta. Pasaron los años y Pepito dejó de ser aquel niño diminuto e inocente para convertirse en un hombre como lo era su padre. Más tarde, conocí a María que no tardó en quedarse a vivir en nuestra casa, y con ella llegaron una niña, después un niño y años después otra niña. Su padre nos presentó, les contó cómo nos habíamos conocido y les relató la vida en América. Después de aquello pasaron muchos años hasta que conocí a una niña de pelo rubio y ojos azules y a un niño de pelo rizado, y años más tarde a un niño y a una niña de sonrisas deslumbrantes que correteaban por la casa ante la atenta y afectuosa mirada de Pepito, que ya no era tan joven como antes; su pelo se había vuelto canoso y su piel se había arrugado, pero él seguía tan sonriente como siempre, igual que María. Pero la felicidad no perdura siempre…

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Un día, desde el perchero en el que estaba colgada, pude ver a Pepe sentado en su sillón viendo la televisión sin ninguna compañía. María ya no estaba e intuí que algo pasaba. Días más tarde alguien me guardó en un cajón oscuro del que no salí hasta cuatro años más tarde, cuando salí vi a una niña con el pelo recogido en dos coletas y grandes mejillas sonrosadas. Aquel día pude ver a todos los niños y niñas que había conocido en aquella casa, que ahora tenían un aspecto completamente diferente. Todos allí presentes escucharon por última vez la historia que tantas veces Pepe había narrado.  Y desde ese día sólo quedaron recuerdos, Pepe se había marchado para siempre y ya no vino nadie, me dejaron en un armario oscuro y lleno de polvo, del que creía que no saldría nunca, hasta hoy. No sabía quién era ella, pero me resultaba familiar.

Lucía Valls Hernández, 3ºESO C

Este collar de perlas era muy importante para mi familia, porque era de mi abuela María, la madre de mi madre. Es importante porque en las fotos familiares siempre lo llevaba puesto, pues fue un regalo que le hizo mi abuelo cuando se casaron. Este collar siempre le gustó a mi madre, por esa razón lo usó cuando se casó con mi padre, porque como mi abuela había fallecido, llevarlo era muy importante para todos, especialmente para mi madre, porque sentía que su madre estaría con ella.

Ahora no lo usa, pero lo guarda con mucho cariño, no por el valor, sino por el recuerdo de mi abuela. Ese mismo amor que siente ella, yo lo siento ahora, porque cuando lo tomo entre mis manos, siento que está aquí al lado, mirándome y escuchándome.

Iván Agulló Morales, 3ºESO C

La cartera era de mi bisabuelo y años después pasó a mi abuelo.

La cartera fue un regalo de mi bisabuela a mi bisabuelo cuando se casaron.

Mi bisabuelo la utilizó toda la vida y después pasó a mi abuelo, quien desde entonces la lleva con mucho orgullo, ya que es un recuerdo y regalo de su padre.

La cartera tiene aproximadamente 100 años de antigüedad. A pesar de ello, se encuentra en buen estado.

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Esta cartera estuvo en la Guerra Civil, por ello tiene mayor valor si cabe para mi abuelo y para mí, ya que mi bisabuelo sobrevivió llevándola consigo, y en su interior las fotos que mi bisabuelo llevaba de su mujer (mi bisabuela) y de su hijo (mi abuelo).

Cuando murió mi bisabuelo, la cartera se la dejó a mi abuelo con fotos de ellos.

La cartera está hecha a mano y es de cuero.

Espero que algún día la pueda heredar porque tiene un gran significado para mí, ya que pasó por dos generaciones: mi bisabuelo y mi abuelo, dos ejemplos que siempre tuve muy presentes en mi vida.

Roberto Molina Martínez, 3ºESO B

A veces un pequeño  objeto, por insignificante que parezca, puede tener  mucho valor en la tradición de una familia, sobre todo un  valor sentimental que se va transmitiendo de padres a hijos y así, se va pasando de generación en generación.

El  objeto que he elegido son unos pendientes que pertenecieron a mi bisabuela. Seguramente serían un regalo de mi bisabuelo. Son unos pendientes muy antiguos y tienen una forma muy original, son dorados y llevan una piedrecitas incrustadas de colores que les dan un toque de fantasía, lo que ocurre es que con el paso del tiempo se les han caído algunas.

Estos pendientes, junto con otras joyas más, las heredó después mi abuela, la cual los guardó con mucho cariño. Ahora los tiene mi madre, que los guarda también con aprecio, ya que es un recuerdo heredado y tiene un gran valor sentimental. A mí personalmente me gustaron en cuento los vi, me gustan los pendientes, y aunque no me los ponga, me gustaría tenerlos algún día por el simple hecho de que han pertenecido a mi familia.

Inés Mira Pérez, 3ºESO B

Un objeto importante en mi familia, que se ha ido pasando de generación en generación y por tanto se ha convertido ya en toda una tradición, ha sido una caja de música con una estatuilla de la Virgen de Fátima encima. Cada vez que le das cuerda suena una música. Esta es una estatua que compró mi bisabuela en su último viaje, que realizó antes de morir, a Fátima.

Tras fallecer, la estatua pasó a manos de mi abuelo (su hijo), y él quiso que la tuviera mi madre. Ella la tuvo en su dormitorio desde que se casó. Al nacer yo, me hicieron la habitación y tiempo después, cuando tenía unos cuantos años, me la pasó. Muchas veces me gusta escuchar la música que sale de la estatua, para recordar a mi bisabuela, y espero poder continuar con esta tradición familiar, aunque la música que desprende la estatua ya apenas se escucha con claridad, el valor sentimental es muy grande.

Irene Picó Samper, 3ºESO B

No sé muy bien ni cuándo ni cómo llegué a parar a aquella tienda tan extraña, repleta de baratijas y antiguallas. Sólo recuerdo que un día aparecí allí, entre otras mil cosas inútiles, que a primera vista parecían sin importancia, pero que tras ellas había largas historias. Mis días en aquel lugar tan peculiar y novedoso transcurrieron de forma lenta, las horas, los minutos y los segundos parecían años. Como si fuera poco que el tiempo pasara lentísimo, quedaba añadir que no solíamos recibir muchas visitas, por no decir ninguna, simplemente éramos como objetos de algún museo. Hasta que un día, que se iba a plantear como todos los demás, recibimos la visita de una niña que iba acompañaba de  la que, al parecer, era su abuela. Estuvieron un buen rato dando vueltas por toda la tienda, sin llamarles la atención nada. Hasta que se acercaron a mi zona, la niña se fijó en mí y me cogió, sentí una mezcla de alegría y miedo en mi interior. Tras observarme un rato, la niña le dijo a su abuela que quería que me fuese con ella, la mujer asintió y en ese momento empezó mi nueva vida.

Me llevaron hasta un edificio, una vez allí me fueron moviendo de un lado a otro del piso, de una habitación a otra, de una pared a otra hasta que encontraron el lugar en el que me colocarían. Decidieron colgarme en una de las pareces del recibidor, donde no había nada más, solamente yo. Pasaron los años, y yo seguía allí colgado, decorando la pared, robusto, elegante, especial. Un día ocurrió algo, nunca llegué a saberlo, pero me trasladaron a otro lugar, esta vez a una casa, donde vivía la nieta, que ya era una mujer. Esta vez me colocaron en el comedor principal, encima del sofá. Aquí pasé muchísimo tiempo, no sé exactamente cuánto, pero para cuando fui trasladado a otro sitio la nieta ya era una anciana, esta vez se quedó conmigo su hijo y aquí sigo colgado, en el pasillo de su piso.

Clara Valero Cespedosa, 3ºESO B

¡Hola! Me llamo Pau Verdú Palau y os voy a hablar de un objeto muy preciado de la familia Palau. El objeto del que os estoy hablando es una máquina de coser de una marca llamada Singer. La máquina pertenecía a mi tatarabuela; ella era muy habilidosa y con esta máquina arreglaba y fabricaba todo tipo de ropa. Para mi familia, aparte de ser muy útil, tiene un gran valor sentimental ya que era de sus antepasados. Muchas tiendas de antigüedades les han ofrecido en más de una ocasión comprarla, pero ellos no aceptaron por el valor emocional que les une a la misma. Según mi abuela, que es la que la tiene actualmente, la va a cuidar y mimar como su abuela lo hizo y después será nuestro turno.

Pau Verdú Palau, 3ºESO B

El objeto al que tiene mucho cariño mi familia es una plancha de carbón de 1906. La marca se llama Unión Cerrajera Mondragón.

En el siglo XV las familias europeas utilizaban la plancha de carbón también llamada “caja caliente” para alisar sus prendas de vestir. En ellas había un compartimiento para el carbón o bien un ladrillo previamente calentado.

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Mi bisabuelo era sastre, se dedicaba a coser todo tipo de prendas para la gente del pueblo (Macisvenda) Murcia. Era una familia muy humilde, por lo tanto no tenían muchos utensilios de costura, pero lo poco que hemos podido conservar de entonces es esta plancha de carbón.

Mi abuela heredó esta plancha, ella antes de morir se la dio a mi madre, la cual la restauró con mucho cariño y delicadeza. A mí me encantaría heredarla por su valor sentimental y porque me parece preciosa.

Lucía Brotons Sarabia, 3ºESO A