Era el verano de 1973, cuando mis padres y yo nos disponíamos a disfrutar de nuestras primeras vacaciones en familia. Nunca antes habíamos tenido ocasión de despedirnos, al menos, temporalmente, de la ciudad con la que habíamos compartido tantos días y noches, para entrar en contacto con nuevos olores, sabores, fragancias e incluso nuevas gentes e historias, que le confiriesen a nuestro espíritu parte de una magia jamás concebida.
Abandonamos Madrid con la sensación de nostalgia atravesada en nuestras gargantas, pero al mismo tiempo felices. No podíamos saber qué nos depararía el nuevo destino, pero de lo que sí estábamos convencidos los tres es de que nuestra predisposición era mucho más que buena. Y con esa actitud positiva, que no solía ser muy usual en mi padre y en mí, emprendimos rumbo a la bonita y emblemática aldea de mi bisabuela, a la que por cierto no conocía (o mejor dicho, no recordaba, porque la última vez que la había visto era demasiado pequeña).
Con ella me pasaba algo muy curioso, sin apenas haber tenido contacto físico más allá de en tres ocasiones contadas, sí recuerdo la sensación del día en que nos vimos por primera vez, y lo sé porque fue idéntica a la segunda, y algo me decía que sería igual en la tercera, lo que me provocaba cierto nerviosismo e inquietud. No sabría ponerle nombre a aquella insólita sensación, pero es como si de alguna forma mi corazón me hubiese indicado que ella, mi tan venerada bisabuela, era mi alma gemela, la semilla de mi personalidad, mi referente, mi yo adulto…
Durante todo el trayecto traté de imaginarme cómo sería el hecho de volver a verla, lo que hizo que los minutos y las horas a bordo del 600 pasaran a un ritmo frenético.
A las 11:00 de la mañana llegamos a la maravillosa villa de Montensueño. Poco tiempo después estábamos frente a una humilde casa de madera, que muy a pesar de su evidente sencillez, despertaba una calidez y encanto que la hacían destacar sobremanera frente a todas las demás viviendas de alrededor. Golpeamos dos veces la puerta y cuando nos disponíamos a hacerlo una tercera, nos alertó desde el interior la voz dulce y melódica de una mujer: ¡Mi abuela!
Nada más abrir el portón salté sobre sus brazos. Llevaba más de seis meses sin verla, ya que ella había decidido trasladarse a vivir con mi bisabuela para poder estar cerca de ella y cuidarla. Yo adoraba a mi madre, pero siempre, por alguna razón que desconocía, había tenido una conexión especial con mi abuela, aunque paradójicamente, mi padre dijera que éramos radicalmente distintas. Y lo mismo me sucedía con mi madre, dos caracteres muy diferentes que, sin embargo, necesitaban el uno del otro para complementarse.
Cuando llegamos a la altura del precioso y cuidado jardín, pude ver desde el imponente portón de cristal el reflejo de mi bisabuela sentada en una mecedora mirando al cielo. Era muy mayor, creo que rondaría los 98 años, sin embargo, y a pesar de su avanzada edad, me pareció un rostro lleno de vida que albergaba en cada una de sus arrugas recuerdos de valor incalculable. Mi bisabuela desprendía dulzura y energía por cada poro de su curtida piel. Cuando se volvió y me regaló su sonrisa, sentí como si siempre hubiera estado a mi lado. De nuevo me abrazó esa sensación, pero esta vez sí la supe interpretar: mi bisabuela era la persona a la que debía mi forma de ser, lo intuí por sus gestos, incluso por su manera de apoyarse sobre el respaldo, por su manera de torcer la boca al sonreír. Y con el devenir de los días, mis sospechas fueron cobrando cada vez más fundamento.
Una semana después llegaron mis primos. A algunos sí los veía más a menudo, pues éramos prácticamente vecinos en Madrid; pero a otros sólo les podía ver en esa corta estación del año, así que ninguno de nosotros derrochaba ni un segundo de esa experiencia, pues de lo vivido en ella nos alimentaríamos de bonitos sueños el resto del año.
Mis primos y yo, éramos siete en total, teníamos personalidades muy variopintas, que sólo coincidían entre sí en aspectos quizá poco significativos, pero lo cierto es que ello no parecía preocuparnos en exceso, porque nos amábamos con locura. Yo no había tenido hermanos, así que ellos habían cubierto con creces esa ausencia. Sabía que siempre, sin dudarlo, podría contar con ellos. No importaba la distancia, ni el tiempo transcurrido, ellos serían mi familia en lo bueno y en lo malo.
Una tarde, cansados de haber estado jugando todo el día en el jardín y los alrededores, decidimos, por unanimidad, ir a indagar los recovecos de la casa. Cuan espías, recorrimos juntos y de puntillas cada una de las estancias, las cuales nos dejaron prendados por su colosal tamaño. Sin embargo, lo que más nos llamó la atención fue la ingente cantidad de fotografías repartidas por todas las habitaciones, incluidos los pasillos. Imágenes que mostraban en actitud divertida y distendida a muchos de nuestros conocidos: padres, tíos, abuelos…También a nosotros, en las que habían sido las mejores aventuras de nuestras vidas. Y por último, a personas que nos resultaban del todo desconocidas.
En principio, acordamos no revelar a los mayores que habíamos estado investigando por toda la casa, pues nos asustaba la posibilidad de un castigo, pero nuestra insaciable curiosidad pudo con nosotros y, finalmente, bajamos al salón, donde todos se habían reunido, y confesamos nuestro secreto con la intención de desvelar la identidad de esos agentes no conocidos (como así los habíamos bautizado), y saber así si guardábamos con ellos alguna relación de parentesco. Esto último vino a colación de que Rafa encontró parecido entre ellos y algunos de nosotros.
Los mayores, en contra de todo pronóstico, arrancaron en sonoras carcajadas, que sólo se vieron interrumpidas cuando mi bisabuela trazó un gran plan que gritó con entusiasmo: ¡Ayudadme niños a hacer un árbol genealógico! Sólo conociendo el pasado y con él vuestros orígenes, comprenderéis vuestro presente.
Y así fue como transcurrió el verano más inolvidable de toda mi vida, con la imagen de ocho niños sentados junto a su bisabuela componiendo su propia historia.
Aquel septiembre de 1973 mi bisabuela nos dejó, y de alguna manera yo sentí que había perdido parte de mi ser para siempre, pero poco después descubrí que la herencia de su energía me había hecho inconmensurablemente fuerte.
«La familia es el País del corazón. Hay un ángel en la familia que por la influencia misteriosa de la gracia, la dulzura y el amor, hace que el cumplimiento de los deberes sea una tarea menos fatigosa y las penas sean menos amargas. Definitivamente, el amor familiar es uno de los sentimientos más sagrados de la humanidad”.
Nguyen Vinh Tien
Árbol Genealógico de Inés Mira Pérez, 2ºESO B
Árbol Genealógico de Jordi Vilaplana Sola, 2ºESO B
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Árbol Genealógico de Laura Pérez Bernabéu, 2ºESO A
Árbol Genealógico de Raquel Monllor Guillem, 2ºESO B
Árbol Genealógico de Clara Valero Cespedosa, 2ºESO B