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Fiestas Populares del mundo

Una mañana de verano, con la tranquilidad del trabajo bien hecho, Manuel cogió su polvorienta maleta de mano del altillo, la llenó con lo que consideró “cuatro imprescindibles” y la cerró con contundencia y determinación. Dio unos suaves toquecitos, a modo de caricias, sobre la curtida piel de la que sería su más fiel compañera durante una larga temporada, y salió decidido de la habitación.

Pero justo cuando se disponía a avanzar hacia la puerta con la firmeza con la que abandonó su minúsculo espacio de intimidad, algo le detuvo en seco y cambió de golpe su sensación anterior. Desde un extremo del pasillo escuchó la genuina voz de su madre hablando por teléfono, y le pareció el más bello de los sonidos. Nunca había reparado en ella, en su preciosa voz, como suele suceder con todas las cosas que superan la frontera de lo inusual para convertirse en algo cotidiano; pero en aquel instante -a sabiendas de que estaría largo tiempo sin sentirla cerca, sobre todo en sus horas más tristes, cuando le gustaba buscar refugio en los sabios y certeros consejos de su madre- simplemente la adoró, procurando abrazar cada partícula de aliento que emanara de aquel torrente de energía. Cerró los ojos en un intento por concentrarse aún más en su objetivo: grabar en su mente el cálido eco que viajaba libre por aquel angosto camino hasta llegar a sus aguzados oídos. Quería, deseaba con todas sus fuerzas no olvidarse jamás de aquella melodía que siempre nacía en los labios de su madre, para que en las noches más oscuras, pudiera sentirse menos solo con aquella hermosa canción.

Se acercó a ella, y la voz de su madre, que ya no volaba a través del hilo telefónico, sonó distinta, ronca, quebrada por una mezcla extraña de emoción y profunda pena. Su hijo, su único y estimado hijo, le había confesado entre lágrimas la mañana anterior su deseo de conocer mundo, vivir experiencias nuevas y quizá así, encontrar su lugar. Siempre había sido un chico muy sensible, que sin poder evitarlo, se emocionaba con facilidad, y aquella era una ocasión propicia para ello. Desde bien pequeño había estado muy unido a su madre, ni tan siquiera durante su rebelde adolescencia su relación se había resentido, pues lejos de distanciarse de su madre, Manuel buscaba su aprobación y cariño como el aire para respirar. Pero ahora, a sus 23 años sentía la implacable necesidad de buscar su sitio en esta inhóspita inmensidad llamada Tierra.

La abrazó como solía hacer cada vez que iba a estar fuera de casa más de un día, con el irrefrenable y casi irracional temor de que pudiera ser la última vez que la viera, y partió diciéndole que estarían en permanente contacto…

Manuel se fue sin rumbo fijo, pero en eso estaba paradójicamente el encanto de esta aventura, quería empaparse de la luz, la alegría, los modos de vida, los caracteres de las gentes que habitaran en cada rincón al que le guiase su instinto. Y así fue como llegó a Venecia, que casualidades del destino, se hallaba en pleno apogeo de su fiesta más internacional: el carnaval.

Una noche, descansado ya del viaje, Manuel se atavió con una de aquellas esplendorosas máscaras que encontró en un mercadillo cercano a su hostal, y saltó a las calles de la romántica ciudad para disfrutar del frenesí y la sofisticación de una velada única que le permitiría ser, al menos durante unas horas, un misterioso caballero de porte y mirada atronadora.

Su corazón le llevó días más tarde hasta una pequeña localidad alemana de aspecto medieval, que caprichos del azar, festejaba en esos días su tradicional festival de octubre. Manuel se aclimató con facilidad al ambiente rocambolesco del lugar y disfrutó de una verbena al más puro estilo alemán.

Sentado bajo un firmamento colmado de estrellas, con la paz que sólo un sosegado mar podría proferir, Manuel prendió la luz de su pequeña vela, y la dejó perderse entre una multitud de centelleantes farolillos que alzaron intrépidos su vuelo, como peregrinos de sueños en un infinito abierto. De Tailandia, viajó hasta China, y allí se desprendió de los malos recuerdos para entrar con buen pie en un año nuevo.

En la India sus sentidos bailaron con el inconfundible olor de las especias, y su cuerpo se convirtió en la más abstracta obra como resultado de su participación en la fiesta de los colores.

Se atrevió con los más exóticos y estrafalarios alimentos, gozó del silencio reflexivo que a veces permite la soledad, escuchó cruentas historias y fascinantes relatos del enigmático oriente. Disfrutó de la sencillez de los pequeños placeres, fue uno más allá donde decidió viajar. Y cuando regresó a su hogar era un hombre nuevo…

Su madre le recibió sin palabras, sólo lo abrazó con efusividad, al tiempo que él le susurraba al oído: nunca lo habría conseguido sin la fuerza de tu voz…

Y el joven comenzó su relato…

Jordi Sanz Verdú, 1ºESO A

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Inés Mira Pérez, 1ºESO B

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Carlos Asensio Alal, 1ºESO A

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Raquel Monllor Guillem, 1ºESO B

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Adrián Pradell Huertas, 1ºESO A

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Lucía Valls Hernández, 1ºESO B

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Lucía Tárraga, 1ºESO A

 

Nerea Giner Aguado, 1ºESO B

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Irene Picó Samper, 1ºESO B

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Matilde Reig Albero, 1ºESO B

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José Martínez Parra, 1ºESO B

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